Peña Taurina Tendido 10

viernes, 25 de noviembre de 2011

EL TOREO DE PONCE

Fuente: http://eldesjarretedeacho.blogspot.com/2011/11/la-superficialidad-del-toreo-ponciano.html

 

Seis platos de lo mismo

JOAQUÍN VIDAL - Madrid - 02/10/1992
Cinco toros de Sepúlveda (dos fueron devueltos por inválidos; uno de ellos, sustituido por otro del mismo hierro), bien presentados, flojos, varios mansos en varas, nobles en general, muy encastado el 4º. 6º sobrero de Alcurrucén, discreto de presencia, flojo, boyante.
Enrique Ponce, único espada: pinchazo hondo y tres descabellos (palmas); estocada caída y rueda de peones (ovación y también algunos pitos cuando sale al tercio); pinchazo, media y tres descabellos (silencio); tres pinchazos y estocada corta caída (ovación, que se reproduce, y dos salidas al tercio); dos pinchazos, otro hondo y descabello (silencio); tres pinchazos -aviso-, otro hondo caído, rueda de peones y descabello (silencio). Despedido con aplausos y algunos pitos. Brindó toros a la Condesa de Barcelona, que presenció la corrida desde el palco de honor; al cantante Julio Iglesias, al ganadero Samuel Flores y al público.
Plaza de Las Ventas, 1 de octubre de 1992. Segunda corrida de feria.
Lleno de "no hay billetes".
Enrique Ponce toreó los seis toros con desahogo, los bregó personalmente en el primer tercio, les pegó derechazos hasta el infinito, intentó matarlos apuntando a lo alto, y cumplió. No es mucho, cumplir, o acaso no sea poco; depende. Cumplir en tarde de tanta expectación y compromiso puede suponer un triunfo o un fracaso. Todo está en función de las circunstancias, naturalmente; de la actitud del público, del comportamiento de los toros. Si el público se manifiesta en contra y los toros salen marrajos, cumplir constituiría una proeza. Pero si el público permanece a favor, deseando aplaudir y jaleando la mínima postura académica que vea hacer al diestro, y los toros embisten boyantes, cumplir es, lisa y llanamente, un fracaso. Y eso fue lo que ocurrió. En el banquete de gustos y aromas que prometía este acontecimiento, el anfitrión ofreció seis platos de lo mismo y acabó aburriendo a aquella multitud golosa que había acudido al coso venteño, ávida de paladear el toreo de arte. Muchos espectadores tenían la esperanza de que, en seis toros, por lo menos verían un par de faenas buenas, y con esa ilusión acudieron a la plaza. Es una forma de contemplar la fiesta, quizá no demasiado ajustada a lo que significan las corridas de toros con un solo matador, que tienen otro sentido e incluso otra técnica. Por eso los aficionados de siempre lo que esperaban ver era seis faenas distintas. El compromiso de un torero que se encierra con seis toros no es ya salir por la puerta grande -que eso se dará por añadidura, en el caso de que lo merezca- sino demostrar su categoría de lidiador en todos los tercios, desplegar un amplio repertorio de suertes, aplicarlas de acuerdo con las cambiantes condiciones de los toros, matar con decisión y tino, ser breve.
Seguramente será ocioso precisar tanto y bastaría decir que, para encerrarse con seis toros, es necesario poseer los conocimientos y el carácter propios de un maestro. El fracaso de Enrique Ponce estuvo en que nada de cuanto queda referido hizo -más bien hizo todo lo contrario- y aún no había doblado el segundo toro de la tarde cuando el público ya se había dado cuenta de que no es maestro en su oficio. Ni siquiera torero profundo. Y entonces cundió la decepción. Se sucedían los toros buenos, se sucedían las pinceladas, pero no había lidia magistral, ni ajustados lances de capa, ni faenas de muleta rematadas y hondas; menos, aún, estocadas por el hoyo de las agujas.
Salió a torear Enrique Ponce con escaleta e iba repitiendo sus faenas como si las hubiera puesto un calco. Primero, unos pases por bajo sacando al toro a los medios; luego, dos tandas de derechazos (ni una más, ni una menos); a continuación, una breve serie con la izquierda; vuelta a los derechazos; para acabar, ayudados, trincherillas, cambios de mano... Y, de esta manera, seis veces, seis. Y uno se preguntaba: ¿no habrá algún toro que deba tantearse por alto, principalmente si se tiene en cuenta la debilidad que padecían todos? ¿No habrá algún toro que requiera torearlo en el tercio? ¿No habrá algún toro cuya forma de embestir admita antes los naturales que los derechazos? ¿No habrá algún toro que invite a desplegar un más amplio repertorio de suertes?
En el que abrió plaza ya había desarrollado Enrique Ponce su argumento -de pe a pa, enterito, sin faltar detalle- y el resto fue como El bolero de Ravel, como pasar la película en sesión continua, seis Veces, seis. En el cuarto, un toro de encastada nobleza, consiguió los momentos más brillantes de la tarde, principalmente al llegar la faena a sus postrimerías, cuando ligó de verdad tres redondos de ensueño, y estos con el, trincherazo y un pase de pecho mejorables. Allí puso al público en pie y tuvo ganada la oreja, que perdería después, por lo mal que mató.
Las otras cinco faenas estuvieron hechas de pinceladas, detallitos, alguna trinchera bien lograda, y poco más, que se diluía en la superficialidad de su toreo. Casi todo caía en el olvido. Algunos aficionados añadían defectos capitales: pierde terreno al rematar los pases, no los liga, abusa del pico, desdeña el toreo al natural. Pero no descubrían ningún Mediterráneo. El toreo está así. La mayor parte del toreo que repiten en producción seriada las figuras de estos tiempos, es así: superficial, desligado, ventajista, afectado para fingir arte de cara a la galería.
No es sólo Enrique Ponce. Antes bien, Enrique Ponce, que sabe cómo se interpreta el toreo puro -lo ha demostrado en pasadas ocasiones, y solía ejecutarlo durante su fecunda etapa de novillero- ha caído en esta moda porque le resulta más rentable. Seguramente sin escrúpulo, culpa ni remordimiento por su parte, pues también es víctima de la adulación y ha llegado a alcanzar las más altas cimas del escalafón jaleado como si se tratara de Joselito y Belmonte fundidos en una pieza.
Cada vez que alguien afronta el compromiso de encerrarse con seis toros, uno se acuerda del maestro Antonio Bienvenida, que nunca llegó a torear 100 corridas por temporada, ni le pagaron una fortuna por lidiar seis toros -proeza que llevó a cabo muchas veces- y, sin embargo, en cuanto se hacía presente en la arena, derramaba más torería que todos estos figurones juntos.

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